(Salmo 32)
El Salmo 32 nos revela una verdad central de la fe cristiana: la verdadera felicidad nace del perdón de Dios.
David declara: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada”. Teológicamente, esto nos muestra que el pecado no es solo una falta moral, sino una carga espiritual que solo Dios puede levantar.
David experimenta el peso del pecado cuando calla, diciendo que sus fuerzas se secaban como en verano. Esa sequedad representa la ruptura de la comunión con Dios, algo que en la perspectiva pentecostal entendemos como el corazón que ha perdido sensibilidad al Espíritu Santo.
Pero todo cambia cuando David confiesa: “Te confesé mi pecado… y tú perdonaste.”
La confesión no compra el perdón; simplemente abre el corazón para que la gracia de Dios actúe. Ahí comienza la restauración.
Después del perdón, Dios promete: “Te enseñaré el camino en que debes andar.”
Es decir, el perdón no solo limpia: restaura la guía del Espíritu, renueva la comunión y abre paso a una vida dirigida por Dios.
Por eso el salmo termina con alegría: “Alegraos en Jehová y regocijaos.”
El gozo es la evidencia de un corazón perdonado y lleno del Espíritu Santo.
Que este Salmo nos recuerde hoy que el perdón de Dios no es teoría: es una experiencia que transforma, libera y devuelve la alegría.
